Hallábase Lola sobre un tapiz dorado. El panal había sido tomado por abejas-nómadas; lontananza más tapiz y cactos, tranquilo silencio, inquietante sol. Sin ruta, pero con el camino bien claro, Lola comenzó a caminar buscando. Cuando salió del panal no temió nada, no sospechó del lugar, sintió certeza, pero una vez andando tres días que transcurrieron veloces, la lentitud de los días empezaron a cargarla de postreras palabras: No hay nadie. Esta era la primera vez que Lola estaba sola con ella, había estado muy a gusto, en paz; pero su conciencia ávida de sonidos la desesperaba. Fue, en uno de esos momentos, en los que estaba en paz, cuando vio pasar una caravana entre las dunas; eran hados desérticos que se detenían a lanzar un bulto. Yerto se quedó el algo, así que recordando la fama de bárbaros que los Hados tienen, Lola esperó hasta que se alejaran lo suficiente. Era el zombi liberado de la soga: ¡Pero tu no entiendes que eres libre de irte? ¿Cómo es que me encontraste y yo aún no...