Hallábase Lola sobre un tapiz dorado. El panal había sido tomado por abejas-nómadas; lontananza más tapiz y cactos, tranquilo silencio, inquietante sol.
Sin ruta, pero con el camino bien claro, Lola comenzó a caminar buscando. Cuando salió del panal no temió nada, no sospechó del lugar, sintió certeza, pero una vez andando tres días que transcurrieron veloces, la lentitud de los días empezaron a cargarla de postreras palabras: No hay nadie. Esta era la primera vez que Lola estaba sola con ella, había estado muy a gusto, en paz; pero su conciencia ávida de sonidos la desesperaba.
Fue, en uno de esos momentos, en los que estaba en paz, cuando vio pasar una caravana entre las dunas; eran hados desérticos que se detenían a lanzar un bulto. Yerto se quedó el algo, así que recordando la fama de bárbaros que los Hados tienen, Lola esperó hasta que se alejaran lo suficiente. Era el zombi liberado de la soga:
¡Pero tu no entiendes que eres libre de irte? ¿Cómo es que me encontraste y yo aún no encuentro lo que busco?— le decía Lola ayudándolo a incorporarse.
En un soplo de voz el zombie murmuraba: “Críptica, el hada se fue; esta vez para siempre”. Tosía y caminaba. Se acompañaron una semana, de tal suerte que Lola enterose de las desgracias del zombi y las casualidades que los hacían encontrase tan repetidas veces.
— La verdad de mi estómago es irrefutable, así que no puedes seguir encontrándote conmigo, ya fue suficiente de reencuentros— Lola lo dejó otra vez, cómodo y abandonado. Caminaba alejándose. Fue hasta entonces que supo el nombre de la lapa: Nefando.
Pasaron siete días sin que Lola viera señales de vida mamífera; fue en el día octavo que encontró un campamento de lobeznos-nómadas (si, es que aquí todos son nómadas) se quedó con ellos, no porque deseara compañía, sino por curiosa. Para su sorpresa encontrose con una viajera. Se contaron sus proezas, se deshicieron en convites y se mostraron sus habilidades: “adivinar la vida de los insectos”; la viajera río mucho, Fräulein Críptica decía muchas bobadas, sobre todo de insectos, Lola era casi siempre muy graciosa. La viajera también lloró mucho.
—¿Cómo te gustan las noches?— acostada nariz al cielo, la viajera contestó: “artificialmente iluminadas, faltas de formalidades”. Salía la luna cuando se despidieron. Desde aquél gran rostro blanco, el hurón observaba a Lola; era testigo, como siempre, de sus despedidas.
Escondrijos, nostalgias sutiles, días aciagos, insoportables. Ni rastro de Soren. –—Quizá— pensaba la caminante, —ha terminado perdido en el abismo de Oblivion, arrojado por una estampida de olas blancas, allá en el Magallanes o en Selene. Si, por eso nunca regresó de pescar— siguió en silencio.
Acontecieron sin novedad sesenta y cinco días. Iba Lola trotando y él sólo comenzó a trotar con ella, un león. Por sinrazones dejaron de lado la coreografía del protocolo y se preguntaban sin fin de simples detalles. — León, ¿cómo debe ser el verano?— preguntaba plastilinosa, —Niña, el verano Es, como ha sido siempre y seguirá siendo—. De momento Lola sintió desconcierto, después tristeza, porque hace mucho no jugaba, hace tanto de aquellas polichilenas. León no sabía jugar, sólo hacer de compañía.
Fue un día que Lola olvidó hacia donde iba, dejó de caminar. Se acostaba con holgura a dibujar cactos, también diseñaba laberintos; fue así que ideó como regresar con los suyos, haría un laberinto al centro de las dunas. El león lo sabía, pudo haber atacado a Lola con llanto coercitivo, pero la dejó construir. Nueve meses después el fastuoso laberinto quedó terminado. Lola se fue, el león prometió alcanzarla cuarenta y tantos días después.
Llegó Lola allá, con Janssen y Sileo: diminutos emparedados y té negro. Les enseñó las habilidades aprendidas, los planos del laberinto dunatico y el pedazo de pierna que se le derritió el día que olvidó guarnecerse del calor. Se asomaba el sol cuando se quedaron dormidos, todavía con palabras en la boca.
Sin ruta, pero con el camino bien claro, Lola comenzó a caminar buscando. Cuando salió del panal no temió nada, no sospechó del lugar, sintió certeza, pero una vez andando tres días que transcurrieron veloces, la lentitud de los días empezaron a cargarla de postreras palabras: No hay nadie. Esta era la primera vez que Lola estaba sola con ella, había estado muy a gusto, en paz; pero su conciencia ávida de sonidos la desesperaba.
Fue, en uno de esos momentos, en los que estaba en paz, cuando vio pasar una caravana entre las dunas; eran hados desérticos que se detenían a lanzar un bulto. Yerto se quedó el algo, así que recordando la fama de bárbaros que los Hados tienen, Lola esperó hasta que se alejaran lo suficiente. Era el zombi liberado de la soga:
¡Pero tu no entiendes que eres libre de irte? ¿Cómo es que me encontraste y yo aún no encuentro lo que busco?— le decía Lola ayudándolo a incorporarse.
En un soplo de voz el zombie murmuraba: “Críptica, el hada se fue; esta vez para siempre”. Tosía y caminaba. Se acompañaron una semana, de tal suerte que Lola enterose de las desgracias del zombi y las casualidades que los hacían encontrase tan repetidas veces.
— La verdad de mi estómago es irrefutable, así que no puedes seguir encontrándote conmigo, ya fue suficiente de reencuentros— Lola lo dejó otra vez, cómodo y abandonado. Caminaba alejándose. Fue hasta entonces que supo el nombre de la lapa: Nefando.
Pasaron siete días sin que Lola viera señales de vida mamífera; fue en el día octavo que encontró un campamento de lobeznos-nómadas (si, es que aquí todos son nómadas) se quedó con ellos, no porque deseara compañía, sino por curiosa. Para su sorpresa encontrose con una viajera. Se contaron sus proezas, se deshicieron en convites y se mostraron sus habilidades: “adivinar la vida de los insectos”; la viajera río mucho, Fräulein Críptica decía muchas bobadas, sobre todo de insectos, Lola era casi siempre muy graciosa. La viajera también lloró mucho.
—¿Cómo te gustan las noches?— acostada nariz al cielo, la viajera contestó: “artificialmente iluminadas, faltas de formalidades”. Salía la luna cuando se despidieron. Desde aquél gran rostro blanco, el hurón observaba a Lola; era testigo, como siempre, de sus despedidas.
Escondrijos, nostalgias sutiles, días aciagos, insoportables. Ni rastro de Soren. –—Quizá— pensaba la caminante, —ha terminado perdido en el abismo de Oblivion, arrojado por una estampida de olas blancas, allá en el Magallanes o en Selene. Si, por eso nunca regresó de pescar— siguió en silencio.
Acontecieron sin novedad sesenta y cinco días. Iba Lola trotando y él sólo comenzó a trotar con ella, un león. Por sinrazones dejaron de lado la coreografía del protocolo y se preguntaban sin fin de simples detalles. — León, ¿cómo debe ser el verano?— preguntaba plastilinosa, —Niña, el verano Es, como ha sido siempre y seguirá siendo—. De momento Lola sintió desconcierto, después tristeza, porque hace mucho no jugaba, hace tanto de aquellas polichilenas. León no sabía jugar, sólo hacer de compañía.
Fue un día que Lola olvidó hacia donde iba, dejó de caminar. Se acostaba con holgura a dibujar cactos, también diseñaba laberintos; fue así que ideó como regresar con los suyos, haría un laberinto al centro de las dunas. El león lo sabía, pudo haber atacado a Lola con llanto coercitivo, pero la dejó construir. Nueve meses después el fastuoso laberinto quedó terminado. Lola se fue, el león prometió alcanzarla cuarenta y tantos días después.
Llegó Lola allá, con Janssen y Sileo: diminutos emparedados y té negro. Les enseñó las habilidades aprendidas, los planos del laberinto dunatico y el pedazo de pierna que se le derritió el día que olvidó guarnecerse del calor. Se asomaba el sol cuando se quedaron dormidos, todavía con palabras en la boca.
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