Cursé la preparatoria en una escuela de mujeres. El uniforme era rosa. Me sentía un bicho raro cuando entré, quizá porque mis intereses eran en gran medida diferentes a los de las chicas que adornaban los pasillos. Pasó un año (si se quiere dos semestres), ya no podía reconocerme: estaba enamorada de la danza, procuraba con mucho esfuerzo mantener un buen promedio, tener un novio que fuera músico (era requisito indispensable) y trataba de seguir leyendo tanto como antes, pero no podía. Entre clases y después de ellas, llegaban a mis manos hojas plásticas de muchos colores, con olor extraño, de contenido estúpido y por demás predecible; de todas aquellas tonterías que mis ojos recorrieron, recuerdo: como depilarse la ceja, lo que los chicos no deben saber de ti, veinte formas de maquillarte para este invierno, lo que las mujeres de 30 envidian de las chicas de 15.
“Lo que las mujeres de 30 envidian de las chicas de 15”, no recuerdo que decía aquel artículo, pero aún puedo escuchar las risas de provocaron los comentarios al respecto; aún tengo la imagen que me dejó pensando: Telma (mi maestra de danza), llamándonos a calentar antes de iniciar la clase. No era muy alta, tenia siempre un peinado perfecto, era estricta, ya comenzaban a mostrársele las arrugas y tenía un algo que la hacía una mujer… diferente. Yo quería tener ese algo.
Por esos días fui modelo de un fotógrafo diez años mayor que yo. Ahí andaba, viendo su vida más que otra cosa, comprendiéndola: a veces no tenía dinero para comer, a veces viajaba fuera del país, su novia anterior era una mujer muy hermosa, la novia que tenía en esos días era muy fea, los lunes era pintor, los martes baterista, los miércoles amigo, los jueves fotógrafo, los viernes cocinero de baguetes, los sábados fotógrafo otra vez y los domingos un holgazán. Todo aquello confirmaba en mi un deseo de infancia: tener 27 años, ser una mujer de 27 años.
Hay unas arrugas alrededor de mi boca que cada día se ven más, con todo y esfuerzo mis dedos no llegan a mis pies, me molestan los zánganos, mi espalda luce unos hermosos nudos musculares, estudiar se ha vuelto un vicio placentero, leer es el túnel que me lleva al maravilloso país subterráneo. Las chicas de 15 años me parecen unas niñas, las de 20 unas adolecentes. Ya no me gusta ir a “antrear” y jamás iría a una perreada, perreo (lo que sea).
Si me preguntan tendré que contestar que es mejor ser casi treintona que casi veinteañera ¿Por qué me conviene? No, la verdad me parece que es mejor porque se tiene ese algo, ese algo raro que los años cambian de frescura lechugesca a lo que tenía mi maestra Telma y la novia del fotógrafo.
“Lo que las mujeres de 30 envidian de las chicas de 15”, no recuerdo que decía aquel artículo, pero aún puedo escuchar las risas de provocaron los comentarios al respecto; aún tengo la imagen que me dejó pensando: Telma (mi maestra de danza), llamándonos a calentar antes de iniciar la clase. No era muy alta, tenia siempre un peinado perfecto, era estricta, ya comenzaban a mostrársele las arrugas y tenía un algo que la hacía una mujer… diferente. Yo quería tener ese algo.
Por esos días fui modelo de un fotógrafo diez años mayor que yo. Ahí andaba, viendo su vida más que otra cosa, comprendiéndola: a veces no tenía dinero para comer, a veces viajaba fuera del país, su novia anterior era una mujer muy hermosa, la novia que tenía en esos días era muy fea, los lunes era pintor, los martes baterista, los miércoles amigo, los jueves fotógrafo, los viernes cocinero de baguetes, los sábados fotógrafo otra vez y los domingos un holgazán. Todo aquello confirmaba en mi un deseo de infancia: tener 27 años, ser una mujer de 27 años.
Hay unas arrugas alrededor de mi boca que cada día se ven más, con todo y esfuerzo mis dedos no llegan a mis pies, me molestan los zánganos, mi espalda luce unos hermosos nudos musculares, estudiar se ha vuelto un vicio placentero, leer es el túnel que me lleva al maravilloso país subterráneo. Las chicas de 15 años me parecen unas niñas, las de 20 unas adolecentes. Ya no me gusta ir a “antrear” y jamás iría a una perreada, perreo (lo que sea).
Si me preguntan tendré que contestar que es mejor ser casi treintona que casi veinteañera ¿Por qué me conviene? No, la verdad me parece que es mejor porque se tiene ese algo, ese algo raro que los años cambian de frescura lechugesca a lo que tenía mi maestra Telma y la novia del fotógrafo.
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