Existían infinitas posibilidades, pero yo acabé con ellas.
Teobaldo era su nombre porque un día lo escribió en el espejo empañado del baño. El baño de su casa era antiguo, tenía una tina grande con una cortina de animales prehistóricos (quizá ni eran animales), la ventana estaba junto a la tina y solamente por eso se me antojaba bañarme en ella. Renuncié a ella, a la posibilidad de sumergirme detrás de la animálica tela plástica.
Cambié las posibilidades por una decisión: me voy a desaparecer.
Me subí al carro un poco feliz y con la certeza de que estaría bien, él y yo también. Llamó, creo que al día siguiente, pero no contesté, no volvió a marcar, yo nunca regresé la llamada. En verdad lo saqué de mi cabeza, pero el hado de los cuentos lo introdujo otra vez, con la posibilidad de cruzar saludos ocasionales en fiestas planeadas, no por terceros, sino por quintos y enésimos. Evite dichos sucesos.
A razón de eventos ajenos a estas letras, di cuenta, en una conversación muy Virginia Woolf, que extraño a Teobaldo, y no quiero que se piense que lo he extrañado, no, nada más en ese momento lo extrañé, tanto que lo busqué en la casitodopoderosa internet, lo hallé en forma de letras. Y no quiero generar confusión, no me gusta, no quiero reintentar la cosa rara y sin sentido que intentamos hace unos años, no.
Extrañé el intercambio de películas, los programas de radio, los cigarros, el intercambio de vomito literario, las salidas a hacer nada, las conversaciones. Sobre todo eso, platicar de lo que sea, de mi bestiario, de su padre, de su milenaria exnovia-novia, de porque otra vez ya no me casé, los gatos, Cortázar, el sushi.
Estaba pensando en ti, le daba vueltas a la única certeza que tengo de tu persona: eres mi amigo. ¿De dónde he sacado yo esto?, ¿quién te he creído que eres? Eres tan amable; me procuras menos que los amigos que son como mi familia, pero más que los cuates que veo los miércoles; me escuchas. Las personas tenemos un asunto muy interesante con aquello de que alguien nos escuche, pareciera un honor. Yo tengo una amiga que es un gato, me comparte ópera y lleva a Humboldt a nuestras reuniones de café. Platicamos en nebuloso intercambio de ñoñez y bienes viscerales. La escucho, me escucha; nos queremos. Y están todas esas personas a las que nunca pregunto siquiera como están, porque no me interesa escucharlas. Decía que estaba pensando en ti, pero luego dejé de hacerlo para ver una película. El largometraje trataba de un exsoldado – dañado mentalmente por la guerra y la vida – que va a dar con un fulano que desarrolla prácticas de bienestar existencial y físico por medio de via...
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