El terror de mi
infancia fue E.T. Caminaba el largo trecho entre mi cama y la de mis padres,
para rogar por un pequeño espacio que me permitiera pegar el ojo sin que ese
remedo de tortuga apareciera en mi cabeza.
Hoy me desperté
a las 4:30 de la mañana. Nos acechaban muy de cerca desde la orilla de la cama.
Unos grandes ojos negros con pestañas de camello, buscaba consuelo entre la
oscuridad de la noche. Ya no pude seguir durmiendo, mi cabeza aplicó la de
siempre: pensar en lo que no pienso a horas en que no debe pensarse.
Hasta que entré
a la prepa pude dormir bien, creo que porque me resigné, así que hice de la
hora de dormir un ritual que empezaba con la cena y terminaba con charlas
radiofónicas. Quizá fue que en esos días la jornada escolar se había extendido
por la danza, salía más tarde, y en temporada de teatro los sábados no eran
míos. Dormía mejor.
Sólo diez
minutos 4:40. Noto como sus respiraciones están sincronizadas, una más pequeña
que la otra. Me entra un pánico. Mis angustias nocturnas ya no son las
sospechas de un ente debajo de la cama u oculto en lo más profundo del closet.
Las sospechas
son otras: la resignación de un solterón que a falta de autosuficiencia y
porque ya nadie lo quería querer, tomó por nana a la más gorda de las gallinas,
mas no a la que quería, ni a la que quiso. La confusión de un pequeño ojos-de-gato
que ya no sabe si llorar sea bueno, malo, cosa de niñas o excelente para sacar
las flemas. “Ya sabes que hacer” como un ultimátum para regresar a la tierra
que mana… ¿leche y miel?, a la comunidad que tanto extraño y que tanto me hace
falta. ¿Fue advertencia, consejo... o qué? ¿Será que “el mejor momento del día”
va acompañado de 40 minutos de Facebook y conversaciones furtivas? ¿Estoy
vaciándome en el crío y dejándome de lado?
Agobiada, a
veces. Sobre todo cuando me doy cuenta de que estoy muy cansada para escribir
aunque miles de ideas estén empujando por mis dedos para salir. Cuando estoy
sola en la azotea… tallando la rodilla de un pantalón. O cuando me doy cuenta
de que no tuve un novio hipócrita para salir al cine, para regalarme cosas
horrorosas o salir a cenar.
Ya lo estoy
escuchando: Eli, pero eso querías.
Sí, yo no digo que no. Vaya, hay una edad en la que ya sabes a que le tiras… No
obstante. Qué feliz que soy, cuando me abraza de puro antojo, más que nunca estoy
segura: cuando un niño quiere, lo hace porque le da la gana. Hay una dicha
oculta en servir la cena, o ceder el control de la televisión. Pero qué feo que
se siente cuando se omiten pedazos de la vida que se vive, cuando se juega a
ser robot obediente para que el otro se calle, cuando nos convertimos en
grandes bebés egoístas que sólo lloran para mamar el desayuno.
En noviembre
fui invitada a un proyecto. Me siento muy halagada y con muchas ganas de probar-me.
Regreso a casa a la 1, cuando la tele ya está hablando sola. A las 18 horas
debo estar fresca y alegre para hacer los terribles deberes escolares y para
rematar a las 20, con una cena lo menos desagradable posible. No quiero hacer
yoga. No quiero ir a correr. No quiero ser la madrastra de los cuentos, mucho
menos la esposa cliché.
El dichoso
proyecto en el que tenía puesto el rato 100% Lecter, es un punto más de una
larga lista que me pone ojos de búho desde de las 4:30, o las 5:40, a las 8 en
ocasiones. Toda la nueva perspectiva de vida que hoy tengo, ha llenado a Lecter
Litterae de telarañas, por eso, sólo por eso, cierro este blog.
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