Trabaja arduo sin darse cuenta, siente que falta, que falla, pero no sabe porque.
Del otro lado de la calle María Teresa Hernández Morán, tan común ella como su nombre; ligeramente diferente de las mujeres, como de aquellas que son como su hermana Ricarda, que aman lo inmutable, que entienden lo intangible, pero no se entregan. “Mate”, como la llaman, es pura emoción reprimida, entregada totalmente a la disciplina divina. Tiene lista corta de sus dolores, la cual guarda en un cajón, ahí se queda, jamás sale de casa.
— Mate… ¡Mate! ¿estas sorda o te haces? Me molesta tanto que no me contestes, no volteas a verme; toma, por ahí debe venir el recibo de la luz, te encargo, ya me voy —. Sobre la mesa un cerro de sobres, hojas multicolores, recibos y una carta:
H. M.
Ciruelos #57 Col. Escandón C.P. 11663
Delegación Cuauhtemoc, México D.F.
El cartero dejó en casa de las Hernández, quizá por suposición de iniciales, una carta que no correspondía a su dirección, ellas vivían en el número 75. Dejó los trastes en la tarja; salió a la calle con el ojo agravado de atención, porque el número 57 quedaba de paso al microbús, pero nunca había puesto atención a las casas. Caminaba adivinando: Hamlet Mcbeth, Honorio Mendoza, Hernando Mocasines, Helia Montesinos, Helada Macabra, Herrando Miramontes Gillermina. Se detuvo frente de la casa alejándose un poco, ya la había visto, pero nunca la había observado. Era una casa flaca, de aspecto sospechoso. El buzón esperaba, miró la carta por última vez, la deslizó. En los días que siguieron, Mate pasaba saludando en mente al número 57, gemelo disléxico de su casa.
La vida de María Teresa era solitaria en gran medida, conocía muchas personas en el albergue, y otras tantas de aquí y allá, no permitía lo personal, muchas veces evitaba ver a sus vecinos, incluso evitaba ver hasta al cartero.
— Mate… Mate… ¡Mate!, ¿pero porque no contestas? Se dice “mande”, burra. Recibe un paquete, ya me voy a bañar —. La hermana abrió la puerta, por primera vez veía al corresponsal de la oficina de correos; aquel le extendió una caja y una hoja, ella firmó, cerraba la puerta cuando, por un momento, fue otra. — Disculpe —, el cartero dio media vuelta, de inicio vio la cara de María Teresa, después se perdió en el escote veinteañero que se asomaba éntrelas pijamas de la señorita Hernández. — ¿Sabe cómo se llama la persona que vive en el número setenta y cinco? —, él parecía estar pensando, —¡Uy! Señorita, pues como que no me acuerdo —. Mate percibió el tono de chantaje, - Bueno, gracias -, cerró la puerta. Regresó a la cocina, le agregó dos cucharadas más de azúcar al café y le subió a la radio para ahogar el sentimiento de reciente violación hacia su pórtico. Fueron veintitrés noches.
— Mate… Mate… ¡despieeeerta! ¿pues qué no sientes? ¡Pareces piedra! Levántate, vamos a casa de Don Wilfrido, ¿tú crees? Andaba repartiendo correo cuando lo atropellaron, pobre —. Medio hinchada y medio despierta caminaba junto a su hermana, no sabía en donde estaban, pero adivinó que faltaba poco para llegar, escuchaba rezos y llanto. Su hermana saludaba a todo el mundo, la presentaba. A diferencia de María Teresa, Ricarda conocía a todos los vecinos y le gustaba asistir a cualquier reunión, incluso a los sepelios.
— Mate, esta es la Señora Soto, vive en el cincuenta y seis —, María Teresa se desconectó, quizá esta señora pudiera decirle quien vive en el 57; pensaba que ya había olvidado aquello de la carta. Cuando regresó escuchaba a su hermana decir, — No Señora Soto, es que ella es muy seria, aunque nunca hemos descartado un ligero retraso —, como siempre Ricarda disculpando su extraño comportamiento. Después de algunos rosarios, plegarias al aire y un almuerzo con la viuda, comenzaron a despedirse. Mate esperaba a su hermana en la puerta de la casa, salían y salían personas, finalmente cuando pensaba que era ella, por la puerta atravesaba la dueña del cincuenta y seis, una vez más, dejó de ser ella, — Señora Soto, me dice mi hermana que usted tiene maquina de coser, ¿le molestaría prestármela? es que me quiero hacer unas cortinas —, se silencio asustada por el arrebato de la idea. — Si hija, nada más que yo no puedo llevártela, tendrías que ir a mi casa por ella —, no podría estar acomodándose mejor el asunto, — No se preocupe, que le parece si mejor la uso en su casa, ya ve, con eso de los asaltos, y ¿qué son un par de cuadras? pero pues ya ve lo que le pasó a Don Wilfrido, uno nunca sabe —. Sin haberlo imaginado, aquella madrugada, María Teresa tenía un interesante plan en contra de la inocente duda: ¿quién vivirá en el número 57?
Del otro lado de la calle María Teresa Hernández Morán, tan común ella como su nombre; ligeramente diferente de las mujeres, como de aquellas que son como su hermana Ricarda, que aman lo inmutable, que entienden lo intangible, pero no se entregan. “Mate”, como la llaman, es pura emoción reprimida, entregada totalmente a la disciplina divina. Tiene lista corta de sus dolores, la cual guarda en un cajón, ahí se queda, jamás sale de casa.
— Mate… ¡Mate! ¿estas sorda o te haces? Me molesta tanto que no me contestes, no volteas a verme; toma, por ahí debe venir el recibo de la luz, te encargo, ya me voy —. Sobre la mesa un cerro de sobres, hojas multicolores, recibos y una carta:
H. M.
Ciruelos #57 Col. Escandón C.P. 11663
Delegación Cuauhtemoc, México D.F.
El cartero dejó en casa de las Hernández, quizá por suposición de iniciales, una carta que no correspondía a su dirección, ellas vivían en el número 75. Dejó los trastes en la tarja; salió a la calle con el ojo agravado de atención, porque el número 57 quedaba de paso al microbús, pero nunca había puesto atención a las casas. Caminaba adivinando: Hamlet Mcbeth, Honorio Mendoza, Hernando Mocasines, Helia Montesinos, Helada Macabra, Herrando Miramontes Gillermina. Se detuvo frente de la casa alejándose un poco, ya la había visto, pero nunca la había observado. Era una casa flaca, de aspecto sospechoso. El buzón esperaba, miró la carta por última vez, la deslizó. En los días que siguieron, Mate pasaba saludando en mente al número 57, gemelo disléxico de su casa.
La vida de María Teresa era solitaria en gran medida, conocía muchas personas en el albergue, y otras tantas de aquí y allá, no permitía lo personal, muchas veces evitaba ver a sus vecinos, incluso evitaba ver hasta al cartero.
— Mate… Mate… ¡Mate!, ¿pero porque no contestas? Se dice “mande”, burra. Recibe un paquete, ya me voy a bañar —. La hermana abrió la puerta, por primera vez veía al corresponsal de la oficina de correos; aquel le extendió una caja y una hoja, ella firmó, cerraba la puerta cuando, por un momento, fue otra. — Disculpe —, el cartero dio media vuelta, de inicio vio la cara de María Teresa, después se perdió en el escote veinteañero que se asomaba éntrelas pijamas de la señorita Hernández. — ¿Sabe cómo se llama la persona que vive en el número setenta y cinco? —, él parecía estar pensando, —¡Uy! Señorita, pues como que no me acuerdo —. Mate percibió el tono de chantaje, - Bueno, gracias -, cerró la puerta. Regresó a la cocina, le agregó dos cucharadas más de azúcar al café y le subió a la radio para ahogar el sentimiento de reciente violación hacia su pórtico. Fueron veintitrés noches.
— Mate… Mate… ¡despieeeerta! ¿pues qué no sientes? ¡Pareces piedra! Levántate, vamos a casa de Don Wilfrido, ¿tú crees? Andaba repartiendo correo cuando lo atropellaron, pobre —. Medio hinchada y medio despierta caminaba junto a su hermana, no sabía en donde estaban, pero adivinó que faltaba poco para llegar, escuchaba rezos y llanto. Su hermana saludaba a todo el mundo, la presentaba. A diferencia de María Teresa, Ricarda conocía a todos los vecinos y le gustaba asistir a cualquier reunión, incluso a los sepelios.
— Mate, esta es la Señora Soto, vive en el cincuenta y seis —, María Teresa se desconectó, quizá esta señora pudiera decirle quien vive en el 57; pensaba que ya había olvidado aquello de la carta. Cuando regresó escuchaba a su hermana decir, — No Señora Soto, es que ella es muy seria, aunque nunca hemos descartado un ligero retraso —, como siempre Ricarda disculpando su extraño comportamiento. Después de algunos rosarios, plegarias al aire y un almuerzo con la viuda, comenzaron a despedirse. Mate esperaba a su hermana en la puerta de la casa, salían y salían personas, finalmente cuando pensaba que era ella, por la puerta atravesaba la dueña del cincuenta y seis, una vez más, dejó de ser ella, — Señora Soto, me dice mi hermana que usted tiene maquina de coser, ¿le molestaría prestármela? es que me quiero hacer unas cortinas —, se silencio asustada por el arrebato de la idea. — Si hija, nada más que yo no puedo llevártela, tendrías que ir a mi casa por ella —, no podría estar acomodándose mejor el asunto, — No se preocupe, que le parece si mejor la uso en su casa, ya ve, con eso de los asaltos, y ¿qué son un par de cuadras? pero pues ya ve lo que le pasó a Don Wilfrido, uno nunca sabe —. Sin haberlo imaginado, aquella madrugada, María Teresa tenía un interesante plan en contra de la inocente duda: ¿quién vivirá en el número 57?
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