Acosar se parece a acostar pero no es igual. Dice
Espasa-Calpe que acosar es perseguir sin tregua ni reposo, fatigar a alguien.
Hace algunos años recibí un mensaje de un remitente desconocido, abrí el
correo. La luz del monitor iluminó el desconcierto de mi cara; pasaron algunos
minutos de angustiosa duda ¿quién era esta persona? ¿porqué un alguien que no
me conoce piensa tantas falsedades de mí, porqué dice que yo he dicho tales
cosas? Después pasaron muchos días sin que pudiera articular manera de expresar
que un alguien me estuvo observando sin
haberlo notado.
Tal
vez pude haber sido agotada por este hombre, pero pude huir de él (o eso creo).
Apenas
el año pasado detecté a otro alguien que tiene años asechándome, se
transforma en amigo y da vuelcos desesperados para saber que hago, pero sobre
todo qué pienso. En cuanto me di cuenta hube de cerrarme, uno no puede ir por
la vida regando lo que su cerebro contiene, mucho menos lo que al corazón hace
palpitar acompasado. El acosador insiste con mucho control de sí mismo; indaga,
esperando que baje la defensa.
La
redes sociales, por supuesto, son herramientas de deleite masoquista para
cualquier acosador; desde la comodidad del hogar uno puede ver la vida de los
incautos que no saben de la privacidad y dejan, a quien así lo desee, entrar a
la intimidad de sus fotografías, post y comentarios. El buen acosador lo sabe,
no son sólo las imágenes, sino lo que se escribe, mucho o poco, pero cada
comentario twitero o like facebookeano son una pieza más del gran rompecabezas.
Yo
conozco a esta chica que se llama Damasco, me dijo: “No me sumerjo en mí porque
no hay nada que ver adentro, ya me lo sé todo de memoria”, ese es su argumento
estrella, por eso lo vigila. Le pregunté ¿oye y porqué no le hablas, porque no
conocerlo de frente, charlar con él?, casi me desmayo con su respuesta: “ante
las voluntades no hay mucho que pueda decirse, ante las voluntades no hay nada que
pueda hacerse”. En otras palabras (y resumiendo una entrevista de dos jarras
de curado), lo que me quiso decir esta joven mujer era que no vale la pena
conocer a alguien en persona porque en algún momento chocarás con su voluntad y
puede ser tan catastrófico como la obsesión y la inseguridad dicten:“no estoy
dispuesta a escuchar un no”.
“¿Tú
lo has hecho?” Damasco no me conoce muy bien todavía: a mi no me importa tanto
la gente. Es raro que vacíe de mí en alguien, pero es común que quiera y que
confíe con la más grande ingenuidad que la gente cuando me dice algo, aquello
es tan cierto como que mi cabello es un mar de encrucijadas espirales.
Patente
de corso
Iván
me ha enseñado que la paciencia es fundamental para lograr lo que uno desea; tratándose
de empresas casi imposibles, él es un maestro. Lo vi, estaba tranquilo
disfrutando del calor de la tarde, echado entre las plantas con los ojos casi
cerrados, a unos cuatro metros de él volaba un colibrí, revoloteaba distraído
por el rojo de una flor. Mi muy querido, abrió los ojos, no se movió. Después
de un rato se acomodó para dejar sus patas abajo de él, muy lentamente se fue
acercado, volteaba a otros lados, cerraba los ojos; el colibrí no lo vio; con salto
y zarpazo certeros el colibrí terminó en el hocico de mi amigo. El arte de la
paciencia, yo no lo domino.
Hay
entonces diferentes maneras de observar, pasiva o agresiva. ¿Qué se prefiere,
observar o ser observado? ¿ignorar que se nos observa o tener encuentros con
nuestros fans? Vámonos con calma. Descartemos la gimotees, nada de que “¡ay!
eso quisiera yo, a mi nadie me pela” que nadie desee apresuradamente un asiduo
vigilante.
Cada
pieza del ajedrez tiene restricciones en su movimiento, funciona igual al
acosar, por eso no hay que apresurarse a querer ser caballo o alfil, reina o
peón. Ya casi nadie sabe observar, que si se ve mucho, poco se observa; ya no
se le da lugar a los detalles, puedo notarlo en los amores breves de los
adolecentes, donde juran amor eterno a quien les ha correspondido con... ¡pues
con nada! yo que pensaba que el efecto Disney ya no existía, pero ahí está
renovado cada semana con nuevos para
siempres. Los pocos que saben observar prodigan la más remilgosa de las
ansiedades a un alguien elegido, primero por asalto, y después por examinación.
En el puerto de la ubicuidad están las victimas de los anteriores, creyendo que
todo lo notan hasta que en excéntrico día reciben una estocada de fantasías
escabrosas, reales para el que ha fabricado con la ajena individualidad una
historia que habrá de culminarse en soledad o en presencia de su joya amada.
Por favor, créanme que es muy raro ser la “joya amada” de alguien a quien no
conocen pero que sabe a la perfección hasta la más inesperada de sus acciones.
Llegamos a la segunda de las preguntas que hice, es muy simple: si no se sabe
nada del acosador uno vive, sin más.
Cartas
entregadas
Todo esto me hizo pensar en las
cartas que se hacen y no se entregan ¿cuál fue la razón? A mí me da un impulso que
no puedo controlar, mis dedos se deslizan insensatos; cuando acabo los párrafos
epistolares son un monstruo, no expresan lo que yo quería decir, la magia del Delete
me rescata. Esta acción me coloca en la observación otra vez. Yo no persigo a nadie,
no pretendo agotar a quien no he percibido en olor. ¿Querría yo que el destinatario
se enterara de que hay letras fantasmales con su nombre?
Si
se sabe del acosador ¿se está preparado para recibir un libelo de reclamos, angustias, deseos y quien sabe cuánta cosa que
haya generado el silencio acumulado en el asecho?
¿Si
el observado se entera agradecerá con sonrojada sonrisa, o irá corriendo a la
delegación después de haber dirigido una decepcionante mirada de terror?
Prefiero
la embriaguez (y no estoy hablando de alcohol), disfruto más estar cerca sin
ser notada, no entregar cartas, estar ahí cerca sin sospechas. Y un día atacar,
clavar el cuchillo, robar y regresar al barco para disfrutar del botín.
Comentarios