Alcancé
a escucharla musitar:
—
Eras pequeño y no podías entenderlo, ahora que ya estás
crecido tampoco puedes, no me sorprende, la edad te ha dado la más estúpida de
las necedades. Tienes razón en aquello de obviar y a veces omitir. No puedo
comprender la acusación, te enojas, te vas… otra vez. Mi único aliciente es
saber, por fin, quien será el valiente que en verdad desaparezca del otro—.
Suicidio sucinto
Sexta
la nombró su padre. Existía a parches y remiendos; habitaba un árbol a dos
cuadras del metro Jamaica; tragaba agua y tinta para vivir sin dolores,
aquellos de haber perdido el ojo izquierdo; le punzaba el cerebro, fumaba,
fumaba, fumaba, para acabar de pensar y para concentrase en las conversaciones.
Augusto.
Chicano era hasta convertirse en engendro de ciudad. Hijo de un topónimo y un
ciclorama. Primero en un estanque, luego en un pino, en algún cerro y
finalmente en una torre de termitas; ahí dormía todos los días, sin excepción,
ahí leía, escribía, leía, escribía, leía, escribía, para estar menos aquí, sin
la gente que es tan espantosa.
Se
conocieron en un centro de rehabilitación: Sexta por artista del orden y
Augusto por arcaísmo de ideas revolucionarias. A diferencia de muchas otras personas
no se conocieron por coincidir o ser presentados; ella se acercó para
conocerlo. Marcia se había enamorado de él y mandó a su amiga a realizar
introducciones. Sexta se sentó a su lado, lo respiró, y entonces si –como
cualquier mamífero en apareamiento– se enamoró. Lo quiso así, auf
werden, como Werther.
El
uno salía, el otro regresaba, se volvían a encontrar en la misma sala de la
clínica; los dos fumando, los dos callando lo que afuera los hacia volver. Al
principio era ella, lo buscaba bajo cualquier pretexto, deseosa de escucharlo,
de abrazar sus palabras:
—
¿Alguna vez has leído a Pascal?— le preguntaba muy de cerca.
—
Sólo fragmentos— contestaba Sexta, ya muy distraída por la breve distancia.
En
medio de su amartelamiento él la buscaba para hallarla drogada y perdida en las
calles de la San Felipe; la cargaba hasta la clínica y otra vez, los dos
adentro. Afuera de aquel sórdido lugar eran ajenos, eran usados en otras cosas,
por otras personas, por empleos. Y ese fue el mayor de sus tiempos, cuando a coartadas
de hoteles y casas abandonadas eran sus convivencias. Muchos años de quererse a
medias de observarse. El hijo del ciclorama hacía tratos para deshacerse de
ella sin perderla, dichos tratos firmados con vocablos, contemplaban hasta la
más absurda de las situaciones, le protegían hasta de la más certera
contradicción.
Al
final, un día, él se fue sin prometer que volvería, y si lo hiciera, sin prometer
ser el mismo.
Falsos cognados
Pasaron
nueve años. En un arrebato de causalidad se encontraron en una pagoda:
—
Ya regresé — Augusto vestía una playera amarilla.
—
Gracias por avisar, ¿qué quieres? — Sexta asombrada sonreía.
—
Quiero estar contigo — Callaron.
No
querían ser uno, querían ser los dos juntos, separados en y por su
individualidad, querían observarse pero sobre todo comerse. Saborearse,
contarse aciagos los dedos de los pies y las manos. Hambrientos de la cabeza, leían
en fiebres hasta vomitarse letras.
Lanzados en
direcciones inefables
Tú
vas a escuchar, porque no es de amor, es del orgullo:
—
A la izquierda
—
¿Ahí?
—
Te pasaste, ahora lo bajaste mucho
Colocar
su primera fotografía juntos era importante; ya tenían otras fotos, pero no
juntos. Él estaba acostado sobre el corazón, ella recostada sobre los lomos del
incauto que yacía con los ojos cerrados. No habían estado mejor; aquella
incomodidad que precede a la confianza ya no existía, no sé exactamente el tiempo,
pero fueron los días, muchos. No, no se amaban, es más a veces ni se
soportaban, sencillamente se necesitaban para platicar, para escribir. En más
de una ocasión él la había buscado debajo de las sábanas para platicarle lo
nuevo que había leído, tan sólo encontraba rizos sueltos. La mujer ésta era más
divertida, solía escribir historias sobre él y luego lo extraía en forma de
letras para platicarle quien sabe que cosas, lo traía como titular constante de
sus publicaciones y él una, sólo una.
—Cuando
ya no quieras tu mano izquierda me la regalas
—No
se puede, soy músico, la necesito todo el tiempo
—Por
eso digo, dame tu mano izquierda cuando ya no la necesites
Constantemente
se desaparecían, y por eso ella tomó fotografías que aún guarda: el ojo
derecho, las pestañas del izquierdo, la mano izquierda por ambos lados, la
tina, la ventana, el closet, la pelambrera que le cubre la cabeza.
Con
los años les dio una extraña manía: caerse bien. También les dio, al mismo tiempo,
pensarse juntos en realidades inconmensurables.
—Si
tú y yo tenemos hijos…
—¿Si?
—Claro,
sólo contigo tendría hijos, aunque en realidad no se si podría compartirte
Era
casi imposible, él se iba, ella se escapaba. Con cada reencuentro una
continuación, charlaban como si el tiempo no les pasara encima. Con cada
distancia, silencio presencial: no dejaban de leerse. En las ausencias no se
hacían altares; en las visitas, desborde de ellos mismos en el otro.
—
Eres mi némesis
—
Regresa cuando seas tú otra vez
Eran
muy suyos. Augusto tenía la capacidad de tomarse vacaciones emocionales y Sexta
de llorar los tres minutos cortazareanos que permiten dejar de extrañar en unos
cuantos días.
Edición príncipe
Ayer
los vi. Los tuvieron, tenían el empastado más bello, eran vástagos de
tipografía sencilla y elegante.
Cómo
se supone que uno debe despedirse, si es que en verdad se puede hacer eso. O
sólo es cuestión, de en verdad dejar de ver, para tanta vuelta. A lo mejor se
trata de cerrar el episodio, tomar un trago, sentarse a la mesa -nunca en la cama, porque las
despedidas de cama son como un gusano espacial-, ya no decir más cuestiones profundas, pasarse
los sentimientos como se traga el tequila –sin embriagarse porque
podríase caer en el peligro de olvidar que, finalmente, el principio del
capítulo cumplió lo prometido–.
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